La Última Canción

Por:
Jennifer D. Klein

DOMINGO, 14 DE OCTUBRE DE 2007.

La Habana, Cuba.
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"Es la confianza la que abre de par en par el corazón
sin el anhelo de
de la expectativa".

-Mark Turner

La luz del final de la tarde era amarilla y nítida, y cada ladrillo y piedra destacaba sobre los azules profundos del mar y el cielo. Una vez que el calor se hizo soportable, deambulé sin nada en particular que hacer o ver, explorando la parte trasera de un pueblo remoto llamado Baracoa. Es un pueblo que está empezando a sentir el impacto del aumento del turismo a medida que las carreteras mejoran y los viajeros se vuelven más aventureros, más dispuestos a pasar más de veinte horas en un autobús para llegar a los confines de Cuba. No estaba en la parte turística de la ciudad; me adentré en barrios puramente cubanos donde las calles eran demasiado estrechas para que un coche pasara con facilidad. Las calles estaban bastante desoladas; a las diez de la mañana habían estado repletas de compradores y personas que iban y venían del trabajo, la escuela y los mercados, pero a última hora de la tarde todo el mundo se había ido a casa a disfrutar del calor menguante y del toque de la brisa vespertina que llegaba del océano.

Estaba fotografiando una paloma de papel grapada en un portal, con las palabras "contra el terrorismo" escritas a mano en su superficie deformada, cuando oí el canto. Al principio pensé que era una mujer; la voz era un tenor alto y claro, potente y resonante en la calle vacía. La seguí, pero por no querer entrometerme acabé bordeando la manzana antes de armarme de valor para acercarme. La canción me llevó a un pequeño patio de cemento fuera de una sencilla casa de bloques de hormigón en mitad de la manzana, un patio abarrotado de adultos y niños de todas las edades, casi todos afrocubanos levantados con sus mejores ropas para reunirse en torno al cantante. No se trataba de una mujer, sino de un joven de unos 25 años que tocaba su guitarra con gran intensidad. Podía ver cómo se le tensaba el cuello e imaginé a mi padre diciendo cómo se le iban a reventar las cuerdas vocales en poco tiempo, pero valía la pena escuchar en ese momento, llegar a oír semejante talento de forma tan accidental.

Me apoyé en el edificio de enfrente de su patio. Me vieron enseguida, sonreí ampliamente y traté de hacerme infinitamente accesible, el tipo de persona a la que cualquiera confiaría sus hijos. En pocos minutos, me invitaron a su patio y a sus fiestas. Intenté rechazar la mecedora cedida por una mujer 20 años mayor que yo, pero, como invitada de honor, me incitaron hasta que me pareció mucho más educado aceptar. Resultó que era una fiesta de cumpleaños; la anciana que estaba en la mecedora frente a mí cumplía 90 años. Alguien se acercó con una bandeja de vasos de chupito llenos de una bebida blanca y espesa; era dulce y fuerte, iba directa a mi cabeza y me relajaba en la mecedora inmediatamente.

El cantante terminó una canción e hizo ademán de abandonar su asiento, pero el público insistió en otra, impidiéndole el paso y empujándole de nuevo al suelo con manos amistosas pero insistentes. Otra canción para la cumpleañera. Y entonces ocurrió algo que nunca olvidaré. El cantante comenzó, y la canción que eligió, no sé por qué, fue una hermosa balada que todos los cubanos conocen llamada "La Ultima Canción/The Last Song". La canción fue escrita por un célebre músico cubano llamado Polo Montañez, que murió al principio de su carrera por culpa de un conductor ebrio y que todavía es llorado por todos los cubanos. Es una canción hermosa y popular, escrita poco antes de su muerte, pero enseguida me preocupó la elección. El estribillo es la línea más famosa: "El último momento de mi vida debe ser, creo que debe ser romántico. El último momento de mi vida debe ser, creo que debe ser romántico". Muchos adultos empezaron a cantar con ellos, y el patio se llenó de sonido. Yo también me puse a cantar en voz baja, y recibí sonrisas y asentimientos impresionados por saber la letra. Pero mis ojos estaban puestos en la cumpleañera, la anciana de casi un siglo cuyos ojos se habían llenado de lágrimas. Nadie más se dio cuenta hasta que terminó la canción y el joven músico se marchó con éxito, pero ella estaba llorando en silencio con cada palabra.

Su familia se reunió a su alrededor en cuanto se dieron cuenta, por supuesto. La sacaron con cariño de sus afirmaciones de que era inútil para ellos y de que estaba más cerca de su fin de lo que nadie quería admitir abiertamente. La calmaron y tranquilizaron, una mujer que se parecía a ella alisó el pelo blanco de la anciana. Sus encantadores nietos y bisnietos se alinearon para recitar poesías que habían memorizado para la escuela. Los niños me miraban cada vez que decían yanqui, y todos empezaban a reír y a animar de nuevo. Los poemas, a menudo patrióticos y evocadores del paisaje cubano y del espíritu revolucionario, hicieron sonreír un poco a la cumpleañera, que veinte minutos después seguía enjugándose los ojos.

Siempre me asombran los momentos en que los desconocidos me dejan entrar en sus vidas de forma tan plena, cuando veo abrirse ante mí las heridas crudas y auténticas de la experiencia humana. Es doloroso vivir con los ojos abiertos y el corazón preparado para ser cambiado por la verdad, otra verdad, la experiencia real y delicada de otra persona. Es doloroso agarrar la vida por las tripas y acercarlas para mirarlas, y eso es exactamente lo que le pasó a la anciana, exactamente lo que me pasó a mí porque tuve el privilegio de ser testigo de su momento. Pero al igual que no hay nada más trágico que una anciana llorando por la muerte en su 90º cumpleaños, no hay nada más hermoso que una comunidad que se reúne en la luz del atardecer para honrar una vida bien vivida y compartir un poco de terreno común con un extraño en las suaves brisas de la tarde.

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